Artischock

Memorias, crónicas y declaraciones de amor (por el arte). Blog de Leticia Obeid

2014/11/17

Algunos apuntes sobre la Bienal de Venecia, desde adentro, desde afuera, el medio y el costado.


PUBLICADO EN REVISTA DE LA FUNDACION PROYECTO AL SUR, 2011
           

Mi nombre es Leticia El Halli Obeid. Soy artista visual, vivo en Buenos Aires, y fui invitada a una de las muestras que forman parte de la 54ª Bienal de Venecia, con un video que se llama Dictados y que estará siendo exhibido hasta el 27 de noviembre en el Pabellón de Latinoamérica, en el marco de “Entre siempre y jamás”, curada por Alfons Hug y comisionada por el Instituto Italo-Latinoamericano (IILA). El IILA coordina los envíos de países latinoamericanos a la Bienal de Venecia desde 1972; este fue el primer año, sin embargo, que armó una muestra con artistas de todos los países y que obtuvo un lugar dentro del Arsenal. He notado que para describir a ésta, la Madre de Todas las Bienales, la primera en la historia y aún la más fuerte en muchos sentidos, es útil describir su estructura “geopolítica” si se quiere, así que voy a proceder a eso antes de abordar cada cosa.

La Mostra tiene dos sedes principales: el Arsenal y los Giardini. Los Giardini (Jardines) son el espacio originalmente creado para la Bienal y consiste en un parque con un pabellón central, que alberga parte de la muestra principal curada por el curador invitado y los pabellones nacionales que fueron siendo construidos por cada país que pudo solventar el gasto en su momento y la mantención del espacio luego. Aunque sea redundante me parece esencial señalar que el modelo original fueron las grandes ferias universales como las que se hicieron en París y Londres en la segunda mitad del siglo XIX para que cada una de las nacientes naciones mostrara sus avances en la cultura, la tecnología, la economía. El parque tiene entonces sus avenidas principales, bordeadas de árboles, y los pabellones lucen un poco como panteones de diferentes estilos y épocas según cuándo fueron construidos.
El Arsenal fue creado en la Edad Media como astillero –aparece ya en unos versos de la Divina Comedia, de Dante-; luego fue una base naval y la municipalidad de Venecia ha ido cediéndole a la Fundación de la Bienal sucesivas partes del predio, que va sumando superficie ante la demanda creciente de espacio. En el Arsenal continúa parte de la muestra principal y hay también envíos nacionales. Allí, en la parte más recientemente habilitada, Argentina estrenará su espacio propio en el 2013.

Llegué a Venecia el día 30 de mayo. Apenas me asenté llamé a Alejandro Cesarco, amigo y artista que estaba en la ciudad desde hacía un par de semanas instalando su obra en el pabellón de Uruguay. Me invitó a sumarme a un evento con él y el equipo uruguayo (esto de los envíos nacionales por momentos recuerda a un mundial de fútbol): él, Magela Ferrer, artista del envío nacional también, Clio Bugel, la curadora, y los asistentes nos encontramos en la Plaza San Marco, que era un caos de palomas y turistas en sandalias, soleras, codos, rodillas rosaditas de los viajeros fascinados con el verano. Emprendimos el camino hacia el pabellón de Islandia, que estaba en algún lugar de Dorsoduro, el barrio del sur. No sin perdernos como se debe hacer en una ciudad tan laberíntica, llegamos al escondido pabellón, donde había una especie de picnic en un jardín. Los artistas del envío islandés son Libia Castro y Olafur Olafsson, que trabajan siempre en pareja, y la curadora es Ellen Blumenstein, una berlinesa que lleva a cabo un programa estupendo de charlas y conferencias en Berlín, llamado Salon Populaire.
Como éste, muchos envíos nacionales que no tienen el presupuesto para entrar en el Arsenal o los Giardini, deben alojarse en edificios alquilados en algún lugar de la ciudad. Es el caso de México, sorprendentemente, o de Irlanda y muchos otros, y de hecho así eran los envíos argentinos hasta este año (con ese dato en perspectiva no deja de sorprender la esceuta cobertura que tuvo la novedad de tener un espacio en el Arsenal, en los medios argentinos. Quizás no sea descabellado pensar que es otra de las tantas cosas que caen en la zona de conflicto de los medios, que no quieren darle ninguna relevancia a ninguna cosa que sea un acierto político del gobierno). Desparramados lánguidamente en el jardín había muchos Artistas Contemporáneos. Mucho beige y mucho azul marino, caras lavadas, boca y esmaltes rojo tomate, mucha bolsa de tela, todo sobrio pero todo sofisticado.
Sí, el mundo del arte se está volviendo más y más sofisticado, no es ninguna novedad, todos parecían habitués de la Costa Azul, en una noche de agradable y relajado encuentro social. Subí a la terraza, donde había una instalación sonora –grabaciones hechas con fragmentos de antiguos textos griegos, leí después que era una selección en relación al género y lo étnico. Sobre una pared, un gran cartel de neón decía Il tuo paese non esiste. La obra en general estaba dedicada al tema de la descomposición de lo nacional, justamente.


El día siguiente, martes 31 de mayo, era la preview de la Bienal, un día de puestas a punto, con ingreso restringido sólo a los artistas, curadores y periodistas. Para eso teníamos unas entradas con código de barra que había que mostrar junto a un documento de identidad. Entré y llegué enseguida al Pabellón Latinoamericano, al final de una zona que se llama Artiglerie. Nuestro espacio tiene techos altos de vigas, es como un granero inmenso. En las paredes laterales se ubican los videos, proyecciones muy nítidas, y con el sonido individualizado que aún así se ve arrasado por el sonido del video de Martín Sastre, una canción de Guns N Roses que me animo a decir que todos los artistas de la muestra hemos llegado a odiar. Al medio están la obra de Julieta Aranda: una pila de ladrillos acompañados de la palabra Yesterday en un volumen de metal negro; la carpa wichí de Olaf Holzapfel; unos restos de libros como en sustratos arqueológicos, de Sebastián Preece y en otras dos vitrinas, la obra de Regina Galindo: un león dorado pequeño y en un cojín morado las emplomaduras de las muelas de la artista, que se hizo rellenar los huecos de la dentadura con oro, en Guatemala, y luego un dentista en Berlín le retiró el metal, que es lo que se ve en la caja ahora, en un intento de señalar el destino de vaciamiento de las colonias americanas. El león a su vez es una réplica del premio que la misma artista ganó en la 51ª Bienal (2005), viéndose obligada a venderlo luego por necesidad económica.

A la vuelta de ahí está uno de los polos más polémicos de la Bienal: el pabellón nacional de Italia, curado por Vittorio Sgarbi. Debo confesar que entré al espacio confundida, pensando que era el pabellón de China, que estaba al lado en realidad; y por largo rato pensé “qué irónicos, qué inteligentes, cómo se burlan de la tradición occidental y de sus propias relaciones con ella, qué fantástico”, etc. etc.. La muestra consiste en una especie de bazar repleto de pintura y dibujos que parecen amontonarse para acumular metraje. Me recordó a mis épocas de estudiante en Córdoba, cuando cursaba con trescientas personas más en un espacio que nunca alcanzaba, y en los caballetes se reproducía una miríada de imágenes figurativas, estilizadas, romantizadas, desnudos, rostros, miembros, colores expresionistas, mucho gesto; en fin, un repertorio de formas salvajemente afectivas y ochentosas, a mitad de camino entre la Transvanguardia italiana y lo telúrico. Eso mismo se veía acá: pintura en mosaicos, en paneles, en estantes, apilada, mucho, mucho de todo, sobre todo mucho kitsch involuntario, sin ironía. El nombre de la muestra es “El arte non é Cosa Nostra”, que debería traducirse como “El arte no es mafia”, aludiendo a la supuesta amplitud de criterios en la selección. Pero, de manera un poco más pícara, podríamos leer literalmente “El arte no es cosa nuestra”, es decir “El arte no nos importa”. O quizás directamente “Odiamos al arte”. En ese sentido, Sgarbi es un exponente de una especie particular dentro de la institución: aquellos que odian al arte actual. Gente que ha perdido la curiosidad, o que no se siente contenida ya en las formas del presente, quién sabe las causas, lo qué sí es cierto es que no es el único y como él hay muchos en todos lados, más de lo que parece.

Seguí un poco más y atravesé el pabellón chino, cuya sutileza contrasta con el italiano fuertemente: un espacio oscuro, vaporoso, dedicado al olfato. Unas máquinas liberan una especie de humo húmedo, con diferentes olores, y en el piso cientos y cientos de pequeñas vasijas se van humedeciendo y gotean. Afuera, una nube gigante de algún material indescifrable sopla vapor rítmicamente también. Seguí caminando, siguiendo música de guitarras eléctricas y me encontré con una escena muy divertida: entre los árboles, un grupo de hombres tocaba una canción furiosa, mientras otros dos, vestidos con ropa de amianto, sacaban vidrio fundido de un horno y lo volcaban en el pasto. Era la performance de Gelitin, un colectivo vienés que realiza acciones, instalaciones y obras varias desde los 70.

Fui entonces al espacio argentino: la obra de Adrián Villar Rojas me pareció muy impactante. El espacio está ocupado por un bosque de columnas grisáceas, mezclando unas formas geométricas con otras orgánicas, un poco de ciencia ficción, otro poco de comic, y curiosamente, no parecen construidas sino talladas, como si hubieran sido esculpidas en unas barrancas del Paraná. La luz halógena cenital enfría mucho el espacio, me hizo pensar en la luz de la caminata lunar de 1969, esa que todavía no sabemos si fue cierta o no… en fin, me hizo pensar en el pasado, en la capacidad de las formas para aludir a la memoria, en cómo las formas heredan ideas, y la modernidad dejó en Argentina unas formas truncas con las que convivimos, incluso reciclando muchas veces esas ruinas. Creo que la obra en su idea y en su factura ya estaba muy testeada porque es parte de un proceso previo de mucho trabajo, pero la elección de las formas tiene sus riesgos y los asume con coraje.

En la sala siguiente está el envío indio, con cuatro artistas de diferentes edades y medios. Entré a buscar a Praneet Soi, que está casado con una artista cordobesa, Irene Kopelman. Los encontré a los dos, era surrealista vernos ahí. La obra de Praneet es un mural inmenso, con unas figuras humanas que flotan en el espacio, mezclándose con otras formas. Lo acompaña un humilde proyector de diapositivas que muestra imágenes de artesanos trabajando, unas imágenes muy hermosas también. Desde allí seguimos el paseo con Irene, en la búsqueda de otras dos amigas: Amalia Pica, artista argentina, que había quedado demorada en el aeropuerto por una huelga del vaporetto, y Mariana Castillo Deball, artista mexicana que estaba, como Amalia, en la muestra central también. Atravesamos el Arsenal en dirección opuesta y en breve logramos encontrarnos con las dos, que estaban un poco atribuladas por el retraso, una, y por algunos problemas técnicos, la otra. Decidimos ir a los Giardini inmediatamente.

La muestra central fue curada este año por Bice Curiger, una historiadora del arte, curadora y crítica suiza que tiene por supuesto una trayectoria impresionante: curadora del Zurich Kunsthaus desde 1993; fundadora y coeditora de la revista Parkett desde 1984; desde 2004 dirige la publicación “Tate etc”, entre otras cosas. El título que le puso, Illuminations, señala la extraña pirueta conceptual que intentó hacer al trabajar con dos temas gigantes en sí mismos: la luz, y el concepto de nación.  Abriendo el pabellón central, tres enormes pinturas del Tintoretto son la primera imagen. Por la poca luz y el amplio espacio de seguridad que hay ante ellas se torna un poco incómodo verlas. Ello lleva a preguntarse inmediatamente si fue oportuno haberlas quitado de sus espacios originales, en la misma ciudad. Luego en un primer vistazo lo que percibí fue la extremada homogeneidad de las obras reunidas.  Parecía que la elección hubiera recaído en las obras menos impactantes o representativas de cada artista, y en muchos casos era incluso difícil identificar al autor, como en la pintura de Sigmar Polke, que se parecía extrañamente a otras pinturas de otros artistas presentes. Todo tiene un tono bajo, apagado, ese mismo color crema que se ve en la ropa de esta temporada en Europa; esa fue mi primera impresión.  Con los días y las sucesivas visitas al lugar fui encontrando mucha más riqueza en cada cosa y pude apreciar, sobre todo, la falta de espectacularidad de esta muestra. Ahí está Cindy Sherman, con una serie de fotos pegadas a la pared: ella misma, sin pintura, con la cara desnuda y unos atuendos ridículos, sobre un trasfondo de paisaje dibujado como los grabados del siglo XVIII, bellos y geométricos jardines de la Ilustración y adelante esta especie de ama de casa entre almodovaresca y heroica. Pipilotti Rist, con una obra pequeña y lúdica, tres proyecciones de video sobre pintura veneciana de género “veduta”, también del mil setecientos; una instalación de Gabriel Kuri muy austera y poética; y la obra de Amalia que, para no pecar de amiguismo, voy a describir citando a un crítico que la elogió como una de las pocas obras que logró el difícil cometido de integrar esos dos temas: la luz y lo nacional (Adam Kleinman, abajo el link). Sobre una pared, un par de reflectores proyectan dos círculos de luz que forman el diagrama de Venn, de la teoría de conjuntos. Bajo ese dibujo lumínico, una frase escrita a lápiz sobre la pared nos cuenta que, durante al dictadura argentina, la teoría de conjuntos fue prohibida en las escuelas por considerarse una enseñaza subversiva. En la pared de enfrente, cuatro enormes hojas de papel reproducen a gran escala diferentes tipos de hoja de cuaderno Rivadavia. A un costado, una tablita con horarios de clases y recreos y una campana de hierro fundido, en el piso, nos recuerdan la compartimentación del tiempo escolar. Memoria, historia y política se mezclan sutilmente en esta obra que, según Kleinman, “no sólo tiró una luz sobre la naturaleza bizarra del mandato, mientras revelaba el miedo inherente del vencedor al poder potencial que aparece cuando dos grupos hacen contacto, sino que además en su comprensión del comportamiento de la luz produjo una síntesis de muchas capas. Fundida en el medio entre dos colores había una zona más brillante de luz que señala la necesidad de vigilar todo viraje de color político y nacionalista.”  La performance esporádica que completa la obra consiste en el encuentro entre dos personas desconocidas que tienen que sostener un cordel con banderines durante varias horas.


El día miércoles 1º de junio empezaron las inauguraciones de cada pabellón, una por una, desde las 10 de la mañana hasta las 7 de noche, horario en que cerraban los predios; esta especie de rutina iría a seguir por los siguientes tres días. Estos eventos no son públicos –la apertura al público general fue recién el sábado 4 de junio- pero sí son muy concurridos y esto fue una sorpresa abrumadora. De repente era complicado circular por los lugares y las esperanzas que algunos habíamos tenido de llegar a ver la muestra entera antes de la apertura oficial se desvanecieron rápidamente. Hacer cola se volvió imperativo para casi cualquier cosa y entre el calor, la euforia general y los apretujones, las neuronas que ya estaban un poco saturadas empezaron a colapsar. Cuando pienso en esos días vuelvo a sentir una especie de aturdimiento y cansancio y enseguida logro rememorar el dolor de pies que sentía cada tarde después de tantas horas de estar dando vueltas, con un bolso que se iba llenando de papeles y libritos y flyers. En uno de esos recorridos erráticos entré al pabellón de Uruguay y vi, en una pantalla mediana que parecía estar casi suspendida en el aire, una imagen de mi casa que en ese momento de aturdimiento me impactó de lleno. Alejandro Cesarco había usado mi casa como locación del video, una pieza delicadísima que retrata el diálogo entre amoroso y literario de una pareja. Estuve en el rodaje, en febrero, y memoricé incluso cada línea del diálogo; pero cuando vi en la imagen mi mesa, mis libros, la ventana y el árbol que se ve desde mi departamento en Buenos Aires, ahí, me pareció que todo era como un rompecabezas extraño, cuyo significado secreto se me escapaba. Fue un momento de extrañeza y de descanso a la vez.
También encontré refugio en algunas de las obras más audiovisuales, que no abundaban. En general vi proyecciones medianas, de obras filmadas con estándares de cine, y una tendencia a la ficción, como en los videos de dos artistas británicos que, por separado, generaban algo similar: Emily Wardill y Nathaniel Mellors, cada uno despliega mundos absurdos, ella con unas filmaciones muy enigmáticas que mezclan escenas de telenovela con imaginería medieval, él con una ficción surrealista sobre una familia de locos que vive en la campiña y es visitada por un personaje que va tomando control del lenguaje. Las dos cosas me parecieron preciosas y muy intensas.

Ese día al atardecer, fuimos con Alejandro al coctel del envío sueco, que era en el jardín de un palacete. Entre los árboles lo vimos deambular a Joseph Kosuth, lo cual por supuesto me dejó sin palabras. Más tarde la galerista de Alejandro nos llevó a comer a una fonda muy escondida que ella conocía de sus sucesivos viajes a Venecia y hablamos, entre otras cosas, de Katherina Sieverdings, una fotógrafa alemana que fue alumna de Beuys, ahora es profesora en las escuelas estatales de Berlín y Düsseldorf, y tiene una obra autorreferencial muy fuerte, pero que no es muy conocida fuera de Alemania. Al día siguiente la vi caminando por los Giardini y me hizo mucha gracia esa inmediatez pero sobre todo me reforzó la sensación de que estaba caminando por las páginas de una enciclopedia del arte (una enciclopedia eurocéntrica, por supuesto). Aunque parezca demasiado libresco el antídoto, en esos días de sobredosis de información una cosa que me sirvió fue el libro de Sarah Thornton, que releí durante el viaje; tanto por la exactitud de sus descripciones como por la inteligencia de sus interpretaciones, “Siete días en el mundo del arte” ayuda a conservar una perspectiva general del estado de cosas y a temperar también esos subibajas de la temperatura que se experimentan en momentos así: calor, mucho calor, entusiasmo, euforia, tibieza, frío, frío helado, intemperie, todo sucediendo siempre a mucha velocidad.



El jueves 2 nos dedicamos a visitar los pabellones nacionales más tradicionales, con Julia Grosso y Martín Cortés, los directores de 713, la galería en la que estoy desde hace unos meses. El de Rusia estaba curado por Boris Groys y entramos con entusiasmo pero nos topamos con un conjunto muy árido de materiales documentales sobre un colectivo que surgió en la Unión Soviética en la década del 70 y existe aún hoy. Inglaterra y Japón tenían unas colas larguísimas, así que nunca llegué a entrar.
Entre los pabellones que más me impactaron están el de Estados Unidos, el de Polonia y el de Suiza.
El envío norteamericano está integrado por la pareja de artistas Jennifer Allora y Guillermo Calzadilla. La propuesta es monumental y agresiva, en todo sentido. Lo primero que se ve es un tanque de guerra apostado fuera del pabellón neoclásico, dado vuelta de suerte que la oruga queda arriba y el cañón se apoya en el piso. En una síntesis literal pero no por eso menos brillante, conectaron una cinta de correr a la oruga, que se activa cada cierto tiempo, haciendo un ruido espantoso y sirve de plataforma para el entrenamiento de dos gimnastas que se alternan para correr 15 minutos cada hora. Dentro del pabellón, recibe al espectador una cama solar, abierta y funcionando, que alberga una especie de estatua de la libertad enana, y grotesca. En el segundo salón, unas réplicas escalofriantes de los asientos de primera clase de American Airlines, hechas en madera primorosamente tallada y patinada, de tal forma que las arrugas de la tela y de los materiales blandos se reproducen mostrando la veta del material. En una sala a oscuras, una videoproyección muestra a un hombre haciendo bandera con su cuerpo, encaramado a un palo. En el último espacio, antes de salir, un órgano de iglesia se combina con un cajero electrónico, de tal forma que si alguien extrae dinero, el órgano suena con una melodía atronadora.  En general se le criticó a la propuesta su alto nivel de gasto, su efectismo, su espectacularidad. Tantas críticas oí antes de verla que llegué con escepticismo pero debo decir que me pareció una de las obras más profundamente políticas de toda la bienal, contundente, inteligente y jugada. La conexión entre la guerra, el deporte, el furor por verse bien, la compulsión del viaje y la sacralización del dinero y el consumo retratan con exactitud a la sociedad que aún rige los destinos del mundo, y en ese sentido, la obra de Allora y Calzadilla es puro naturalismo, sin afectos ni efectos.

En cuanto al gasto del presupuesto público… bueno, mal que nos pese a los artistas gasoleros, que hacemos siempre con poco, esa no siempre es una medida interesante de las cosas. Si el millón de dólares que se rumoreaba que costó el tanque de guerra, sirvió para desviar algo del presupuesto que Estados Unidos destina a sus empresas bélicas y si lograron sacar un tanque de su circuito, ya con eso se podría afirmar que los artistas han logrado algo excepcional.  Quiero decir, por momentos somos todos tan escépticos en cuanto a la posibilidad de existencia o utilidad de la crítica, más si la misma proviene desde muy adentro del sistema, que nos parece casi un desperdicio entregar la obra a ese cometido. Sin embargo estos dos artistas deciden redoblar la apuesta y el resultado es indigerible. No me parece poca cosa.

Polonia tomó una decisión interesante también, llevando a Yael Bartana, la videasta israelí, con una obra realmente escalofriante. Se trata de tres piezas de unos diez minutos cada una, que muestran el surgimiento de un partido que aboga por la vuelta de los judíos de Israel a Polonia. Al final, el líder del partido, un joven idealista, es asesinado en un atentado. Lo más impactante, sin embargo, es la estética elegida para la primer parte del relato: jóvenes bellos y fuertes trabajando, cargando madera, armando un kibutz, enseñando el idioma, descansando todos juntos bajo un manzano; la imagen da nacionalsocialismo puro. Para mi sorpresa, en unas entrevistas que leí después, Bartana no se lo toma con mucha ironía.

Suiza tiene a un Thomas Hirschhorn más pasado de vueltas que nunca. La instalación se llama “Cristales de resistencia” y muestra una reunión de objetos de consumo ya descartados y clasificados en grupos formales o de funcionamiento: celulares; asientos de plástico; asientos de colectivos; Barbies; revistas de chimentos; maniquíes; botellas; botellas rotas; televisores; colchones; mapas; libros; etc. Muchos de ellos están forrados de papel plateado y marcados con cristales en bruto, adheridos por medio de cinta de embalar toscamente enrollada alrededor, haciendo texturas. Es una obra de paradojas, pues parece dedicada a la superficie de las cosas pero, sobre ellas, el cristal parece actuar como una especie de kryptonita, un amuleto destinado a extraer la energía maléfica de esos gadgets responsables de atribular nuestra vida cotidiana. El contraste entre la fealdad de esos objetos y las ideas usualmente asociadas a la perfección del cristal generan una atmósfera de locura. En el conjunto, las fotos de cadáveres violentamente mutilados –fotos periodísticas claramente- son como una especie de perforación en la escena. Nada logra banalizarlas y contrastan con los colores y las formas de todo lo demás. Hirschhorn nos dice que todo el tiempo estos mundos están conviviendo, que ninguno logra hacer desaparecer al otro, pero que tampoco hay nada que mitigue esos contrastes.

Otras curiosidades de los envíos nacionales son Dinamarca, que invitó a un conjunto de artistas estrictamente no daneses, o México, que eligió a Melanie Smith, una artista inglesa que llegó al DF para la misma época que Francis Allÿs y se autoadoptó; parece que su elección como representante nacional enfureció a muchos en México.
Otra que fue criticada con mucha saña fue Dora García, la artista del envío oficial español. Fernando Castro Flores, su compatriota que estaba curando el envío oficial de Chile, escribió un artículo sobre el pabellón español en el sitio creado por José Luis Brea, Salon Kritik, bajo el título “Curiosidades venecianas”. La respuesta de la artista, muy enojada, se puede leer en www.theinadecuate.net, el sitio web sobre su obra que es una performance en cambio permanente.
El Pabellón de Egipto tiene una historia negra este año: su artista, Ahmed Basiouny, fue baleado durante las protestas de enero contra el régimen de Mubarak, en la Plaza Tahir de El Cairo, y la muestra combina parte de su trabajo con documentación de las protestas, filmadas por el artista mismo, nada de lo cual era visualmente muy interesante.
Alemania también tuvo que hacer una muestra postmortem ya que su artista elegido murió en septiembre del año pasado, de cáncer. Christoph Schlingensief, un fluxus venerado y odiado por partes iguales en Alemania, alcanzó a planificar una parte de la obra pero la instalación final, que asemejaba una capilla, fue un trabajo entre su viuda y la curadora, Susanne Gaensheimer, quienes recibieron el premio a la mejor contribución nacional. La instalación es tremendamente fúnebre y el hecho de que se haya llevado el premio deja una sensación de que algunas cosas están decididas de antemano por no se sabe qué ecuación de “lo correcto”.
El premio a la trayectoria fue compartido entre Franz West y Eliane Sturtevant.
Chris Marclay recibió el León de Oro, por su obra que era realmente un prodigio dentro de la muestra general. Consistía en fragmentos de películas de todas las épocas, cortadas en los momentos en que se hace referencia a algún horario en particular. Los actores miran o preguntan la hora, la comentan o aluden a ella. Sin saber esto al principio me hizo gracia la repetición de la hora 4; luego vi las 4:05, y las 4 y cuarto, y recién ahí noté que ése era el horario real y así, el video dura exactamente ¡24 horas! The Clock es el apogeo de una obra dedicada a la imagen en movimiento y a su principal materia prima: el tiempo.
El León de Plata (que es una especie de premio a la “joven promesa”) fue para un artista británico, Haroon Mirza, que tiene su obra repartida entre el Arsenal y los Giardini. El sugestivo título es “El A-pabellón de entonces y ahora”.  En el pabellón principal de los Giardini, una serie de artefactos sonoros y de video se conectan en una red aleatoria y en un rincón se ve un recipiente de vidrio de boca ancha, apoyado sobre un parlante que, al vibrar rítmicamente, hace saltar una pepita de oro de 9 gramos. La pepita está al alcance de la mano de cualquier espectador.
El ambiente que construyó en el Arsenal, siguiendo la forma exacta del otro, es una especie de cuarto insonorizado, cubierto de picos de goma espuma gris; del techo pende un círculo de LEDs, como una corona de un metro de diámetro, que sube y baja de intensidad hasta apagarse por completo. La acción tiene su correlato sonoro y a pesar de su simpleza es físicamente muy impactante, invita a quedarse un largo rato experimentando esa secuencia casi hipnótica, una obra de cuatro dimensiones, tecno y escultórica a la vez, elegante y potente.


El viernes 3 de junio inauguraba todo el sector del Artiglerie, dentro del Arsenal: India, Croacia, Turquía, Argentina y Latinoamérica.

Desde el mediodía se percibía un clima de cierta agitación. La visita de Cristina Kirchner estaba anunciada para las 12.30 originalmente pero se pasó para las 4 de la tarde. Mientras tanto inauguró el pabellón Indio y el de Latinoamérica. Alfons Hug nos presentó a Paolo Baratta, el director de la Fundación Bienal, una especie de leyenda; el señor me preguntó por mi video, le conté que lo había filmado en un tren que salía del centro de Buenos Aires, me preguntó el nombre de la estación, le dije Retiro, y me miró, muy poco convencido, y me porfió que la estación tenía otro nombre, un nombre de prócer. El flujo de gente era una cosa impresionante y fue bastante caótico todo.
Cerca de las 4 el espacio había convocado a periodistas, funcionarios públicos, artistas, críticos, coleccionistas, en su mayoría argentinos. La Presidenta llegó un poquito antes y después de saludar entró a la muestra de Villar Rojas donde conversó con el artista y al cabo de unos 20 minutos partió seguida de una nube de guardias y periodistas. Quedaron atrás los invitados especiales: Renata Schussheim con su trenza a lo Frida Kahlo pero roja, Marta Minujín, alabando el arte (eso es lo que más me gusta de ella, su fe inquebrantable en el arte), García Uriburu con una camisa verde fosforescente, del mismo verde que usó para teñir las aguas venecianas en 1968 y mucha otra gente que había viajado especialmente. Un par de horas después fuimos llegando al edificio donde está la sede de la Fundación de la Bienal, donde la presidenta recibió la llave de la ciudad de manos del intendente de Venecia y, en un discurso impecable, hizo el anuncio oficial sobre el comodato del futuro pabellón argentino. En el mismo edificio comenzaba a esa hora el festejo final que la Fundación Bienal hacía para agasajar a los artistas y curadores. El ingreso para este último evento era tan pero tan restringido que muchos no quisieron ir porque no podían llevar a sus parejas o acompañantes. Una pena, porque el brindis era en una terraza en el cuarto piso que daba al Canal Mayor, frente a la Punta Della Dogana, la vieja Aduana de Venecia (que hoy alberga parte de la colección Pinault), sin duda uno de los lugares más bellos del planeta. El sol se estaba poniendo y las luces de la ciudad se reflejaban en el agua que se unía al cielo en una mezcla de azules y naranjas que parecía pintada con alguna sustancia viscosa. Me puse a charlar con Bjorn Melhus, un artista alemán que estaba en la misma muestra que yo, pero curiosamente no nos habíamos conocido todavía. En realidad no era tan curioso, llegamos a la conclusión. En cierta forma parece que en esos días los circuitos que se ponen en juego ya están construidos desde antes, o nada. El mundo del arte va a repasar sus caminos ya trazados, a poner a punto la sinapsis entre unas células que ya están conectadas.  Quizá sea la forma que todos tienen de no colapsar bajo el peso de tanta información nueva: reiterar, reencontrarse con lo conocido, repensar las cosas que ya saben, ejercitar formas de la reafirmación.

Teníamos el dato de que había una fiesta muy grande en el pabellón de Islandia, y hacia allá empezamos a dirigirnos. La calle bullía, hacía calor y había mucha, mucha gente, por todos lados. Camino a Dorsoduro, Bjorn habló con unos amigos que ya se habían ido de la fiesta porque estaba superpoblada y nos invitaron a sentarnos, cerca de ahí, en la Piazza Margherita. Nos desviamos y llegamos al lugar, que también estaba lleno de gente, sentada en mesas o en el piso, los más jóvenes. En los bares de alrededor los mozos no daban abasto así que lo más práctico era ir hasta alguna barra y comprar proseco, una mezcla de vino blanco y champán que es muy popular, o Spritz de Aperol o de Campari, las bebidas del verano veneciano. Los amigos de Björn eran unos alemanes muy simpáticos, compañeros de la escuela de artes de Düsseldorf o Colonia, no sé, alguna cosa allá lejos y hace tiempo. Y así, sentados en un banco de plaza, tomando en vasitos de plástico, terminó la Bienal de Venecia para nosotros.



Sitios web:

Sitio oficial de la Bienal

Universe in universes, especial de la Bienal:


Lo inadecuado, de Dora García


Salon Populaire


Una muy buena reseña visual en el blog de Pablo León de la Barra:


Illuminations, por Adam Kleinman

Los premios de la Bienal

Haroon Mirza

Artículo de Fernando Castro Flores sobre Dora García en Salon KritiK

Mujeres argentinas en Venecia, por Sara Echezarreta

Amalia Pica en Bola de nieve

Alejandro Cesarco

Mariana Castillo Deball

Irene Kopelman en Bola de Nieve

Bjorn Melhus






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