Artischock

Memorias, crónicas y declaraciones de amor (por el arte). Blog de Leticia Obeid

2011/02/24

Inconsciente óptico

Becca Albee, Paola Sferco, Gabriela Golder.
Galeria 713 -Arte Contemporaneo
Buenos Aires, 29 de julio de 2010
Curaduria: Leticia El Halli Obeid

“Y aquí es donde interviene la cámara con sus medios auxiliares, sus subidas y sus bajadas, sus cortes y su capacidad aislativa, sus dilataciones y arrezagamientos de un decurso, sus ampliaciones y disminuciones. Por su virtud experimentamos el inconsciente óptico, igual que por medio del psicoanálisis nos enteramos del inconsciente pulsional.”
Walter Benjamin, La obra de arte en la era de su reproductibilidad técnica, 1935.

Que la cámara adultera todo aquello que observa, es algo ya sabido y comprendido; y sin embargo siempre se abren nuevas posibilidades para pensar este hecho tan elemental. ¿cuánto modifica en cada caso? ¿Se puede medir en grados, en volumen, en consecuencias, el efecto de una cámara de video en una situación cualquiera?
Las obras de este conjunto muestran diferentes formas de esa presencia y, por ende, diferentes relaciones entre ella y los sujetos de la imagen.

En “Arribo/partida” de Becca Albee, como en “Hola, Carlitos”, de Paola Sferco, la cámara espía. Vemos una pequeña silueta seguida de una comitiva, en la pista de un helipuerto que brilla bajo el sol de una mañana neoyorquina. El hombre en cuestión es Barack Obama, quizás una de las figuras más públicas del planeta. El otro es un niño cordobés, jugando en el patio, hablando, gesticulando, en una dramaturgia propia: actor, director, espectador, todo en uno. Carlitos, que a diferencia de Obama no está acostumbrado a que lo miren, interrumpe su juego apenas se sabe observado. En Arribo y partida, la cámara funciona como una red de pesca, que va capturando tiempo, mientras crece la expectación; el dispositivo trabaja en función de la espera. En Carlitos, la camara copia miméticamente la mirada que construye, en su curiosidad, aquello que ve. Hecho, hallazgo y testigo se unen en el mismo lugar de registro.

Las niñas en “Locos de amor”, el video de Gabriela Golder, no sólo saben que hay una cámara: todo lo hacen para ella. Se paran al frente, leen en voz alta, se corrigen, adaptan sus posturas a la altura de la lente. En sus cuerpos, el texto brutal de una discusión amorosa entre adultos se vuelve una coreografía serena, cuyos contornos la cámara apresa con minuciosidad.
En la difícil distinción entre teatro y perfomance, esta obra nos ofrece un acertijo más: ¿cuánto de irrepetible hay en una escena guionada? ¿Qué grado de unicidad hay en el texto escrito, leído, ensayado, repetido una y otra vez?
Pues hay un guión, sí, hay repetición, también; pero la cámara sabe que esta escena es única, no se va a repetir dos veces, no habrá la misma sorpresa, ni los diálogos paralelos, ni las indicaciones internas ni esa suma de primeras veces, y vemos el esfuerzo de llegar hasta el final de la consigna en la forma de un pacto con los sujetos retratados.

Cuello y Retrato forman parte de una serie de performances que Paola Sferco ha filmado a lo largo de los años; allí la cámara hace de espejo, devuelve una imagen a la actora-autora que va a triangularse en un juego de identificaciones con el espectador. Si, como alguna vez comentó Godard, el cine trata de la belleza de un rostro, podríamos pensar que el video trata de las extrañezas del rostro, la rarificación que la cámara genera en su circuito inmediato. La violencia del hecho performático se atenúa por la mediación del dispositivo pero, como en un espejismo, el encuentro entre la imagen y el espectador recrea una situación que todos conocemos: ver nuestro propio reflejo, extrañarnos en esa imagen primigenia por medio de un gesto que disloca y que la lente observa en ese momento de quiebre.

“Album de recortes en skype”, de Becca Albee, es el registro de una charla por Internet entre la artista y su padre, que le muestra un cuaderno que perteneció a un crítico literario obsesionado con Joan Lowell, una actriz que inventó una autobiografía fraudulenta, y que en Estados Unidos fue uno de los best-sellers de fines de la década del ’20.
Al haber todas estas capas de relato, el protagonista de esta imagen va cambiando todo el tiempo, y ya no sabemos si el sujeto del video es el padre, el libro, el personaje ficticio, su investigador, la artista que oye, o nosotros que miramos. En este caso, el foco no lo hace la rudimentaria web-cam, sino la atención del espectador, que va eligiendo su propia zona de interés en el transcurso de la narración.

El repertorio de gestos, acciones y acontecimientos que vemos en estas obras se vuelven indudablemente únicos por el registro, irrepetibles porque son tiempo que deviene, que pasa. Sabemos que eso que vimos existió porque creemos en la infalibilidad de la máquina. Lo que nunca pensamos es que ella ha ido interviniendo esa realidad con su misma presencia, con sus formas de captura, y sus mecanismos moldeados a lo largo del tiempo. En todos los casos la cámara hace de prótesis para la visión, una especie de lupa que magnifica cosas que podrían haber pasado desapercibidas, ya sea porque estaban en el umbral de lo invisible, o porque quizás no les habríamos prestado atención, o no habrían siquiera ocurrido de no mediar esa máquina que modifica, define y crea maneras de mirar.




Buenos Aires, julio 2010